Hiroshi lo tenía todo planeado. Sabía la ejecución de cada paso, excepto del último. El día anterior limpió su casa, tiró a la basura todo lo que hasta ahora había conformado su casa de ocho tatamis, retiró del banco el poco dinero que le quedaba y reservó un coche de alquiler a sabiendas que jamás se vería en la obligación de devolverlo.
Tenía grabado en su cabeza el camino más cortó para llegar a Aokigahara desde Tokio. Atravesó Shinjuku con sus luces aún encendidas mientras despuntaba una nueva mañana; dejó de lado el Palacio Imperial con una quietud de siglos, y desde la autovía, que se elevaba como una rampa de un portaaviones, vio las torres de Shibuya, del que sólo le venían a la memoria sus impersonales moteles.
Cuando llegó a la frontera del mar de árboles de Aokigahara el sol ya había recorrido parte de su arco diario, aunque apenas era un disco blanco velado por las espesas nubes de una pesada niebla gris.
Con una entereza que le sorprendió aparcó a la orilla de un lago, donde comenzaba a abrir para los oriundos una cafetería de carretera a los pies de un imponente monte Fuji, pese a que su cima estaba oculta por la cortina de nubes.
Se tomó un café americano y repasó los pasos que aún le quedaban por delante y el contenido de la mochila con sus últimas pertenencias.
Tras media hora en la cafetería se encaminó a su verdadero destino: el bosque de Aokigahara, un lugar encantado, que le pareció el más muerto y solitario del mundo.
Dejó el coche junto a una cabaña a la entrada del bosque y se adentró a la espesa maraña de árboles, oscura y callada, en la que tan solo el crujir de las hojas secas y las ramas al romperse bajo su peso testificaban que aún seguía vivo.
No existía ningún camino ni una senda que seguir y poco a poco la subida de las laderas a los pies del gigantesco cono del Fuji se hacía más tortuosa.
El suelo volcánico, como una esponja de dimensiones colosales, estaba lleno de huecos, de los que emanaba un vapor que se filtraba por una alfombra de musgo y hojas en proceso de descomposición.
No había, o no se veían, animales o insectos, ni siquiera las cigarras, que aún aguantaban los primeros compases del otoño en el resto del país. Además, los abetos no podían echar raíces sólidas en ese suelo y sus troncos eran jóvenes y débiles, y cuando alcanzaban una anchura digna sucumbían a la podredumbre, caían y se poblaban de hongos deformes.
Siguió avanzando en ese terreno poroso, lleno de pequeñas grutas, en las que a veces encontraba algún zapato o prenda más propia de la ciudad de que de una jornada de acampada.
Las raíces de los árboles se extendían como serpientes bajo sus pies.
Cuando comenzó a oscurecer procedió a abordar los últimos pasos de su plan con asombrosa tranquilidad. Buscó una caverna lo suficientemente grande, extrajo de la mochila varias bolsas de plástico que llenó con hojas y las dispuso alrededor formando una pared para su tumba.
Al extenderse en la cavidad, en aquel húmedo refugio de hojas y rocas tuvo una extraña sensación acogedora.
Se puso el chubasquero y repasó el contenido de su mochila: un frasco de pentobarbital y otro de antiemético, una botella de agua y una bolsa con una escueta carta de despedida, su cartera con tarjetas de créditos y el carné de conducir. A eso había que añadir los 100.000 yenes del bolsillo de su pantalón.
Se acomodó y aceptó con resignación el destino que acababa de elegir. Tragó los tarros de pastillas, se abrazó a su mochila y deseo que el tiempo llenara su caverna de rocas, hojas, troncos y musgo para desaparecer por los siglos de los siglos en el vientre del Fuji.