Wednesday, February 20, 2008

LA ÚLTIMA FRONTERA DE LA GUERRA FRÍA

El pasado 8 de febrero 22 pescadores de ostras norcoreanos eran conducidos a Panmunjon por las autoridades de Corea del Sur en el mayor de los secretos después haber sido capturados en aguas surcoreanas. Allí, según Yonhap News, fueron transferidos al control del Ejército de Corea del Norte que a las pocas horas, sin distinción alguna de edad y sin juicio previo, los ejecutó a todos. La DMZ (Demilitarized Zone), esa herida abierta en mitad de la península coreana, sigue sangrando desde hace medio siglo. La línea de cuatro kilómetros de ancho que cruza el país de este a oeste entorno al paralelo 38 es hoy más que nunca un obstáculo para la reunificación. La diferencia entre ambas mitades es tan abismal que un éxodo del norte al sur colapsaría el país.

Observando desde el mirador de la montaña de Dorasan, en el extremo sur de la DMZ, se puede divisar Corea de Norte. Por primera vez, cubierto por una neblina blanca, se otéan las casas grises de Gaesong, todas iguales, algunos edificios de apartamentos del mismo gris ceniciento, un hombre en bicicleta vestido de negro. Las montañas peladas de árboles encuadran el aparente desolador panorama del país más aislado del planeta. Al noreste de Dorasan se puede divisar el asta más largo del mundo, del que entonces pendía una bandera norcoreana plegada por la falta de viento.
¡No apunten con el dedo hacia el lado norcoreano!, advertía el sargento Williams, un negro corpulento y bonachón que nos vigilaba desde la parte trasera del bus que nos conducía por la Joint Security Area de Panmunjon, el punto de encuentro de los negociadores del Norte y el Sur y controlado por Naciones Unidas. "Cualquier excusa puede ser utilizada en nuestra contra en posteriores negociaciones, no debemos provocarles". Señalarles con el dedo puede ser confundido con un soldado apuntando su arma.

La tensión es densa como la pose de los soldados surcoreanos; en la caseta donde se desarrollan las conversaciones de paz, permanecen firmes e inalterbales mientras todos nos fotografiamos con ellos frivolizando con el símbolo de la trágica separación de este país. Justo en el centro de la cabaña azul se divide el país con una línea invisible que cruza una mesa, una ventana y que deviene en un pequeño muro de hormigón en el exterior, el cual se extiende por la línea de demarcación atravesando bosques, montañas, ríos y se convierte en el mar en una tortuosa línea por la que las dos Coreas se reparten un racimo de islotes. Un metro en el interior de Corea del Norte es una experiencia que el guía nos invita a no dejar pasar.

Los símbolos son muy importantes en esta zona. El puente que conduce al norte y se se pierde en un desolador camino rodeado de arbustos, es llamado Puente de No Retorno por los surcoreanos, mientras que la senda por la que eran entregados los prisioneros al ejército de Naciones Unidas tiene el nombre de Puente de la Libertad.

Las banderas de ambas partes se alzan inmensas una frente a otra. Los guías surcoreanos recuerdan el hambre que pasan sus compatriotas del norte por confiar en la estúpida figura del lider, al que pintan como un loco gordito que vive en suntuosas mansiones gastando dinero en caprichos. Nuestro guía señala a uno de los puestos de vigilancia del norte y asegura que los militares visten ropas caras y que los habitantes de Gaesong son los más ricos del país. En lado meridional, pasamos cerca del último pueblo de Corea del Sur, un pequeño caserío de agricultores que cultivan pricipalmente ginseng y que por su especial situación llegan a cobrar 50.000 dólares anuales. Hace 20 años, nadie se hubiese aventurado a vivir en este paraje rodeado de campos minados ni por dicha cantidad.

Sin embargo, en la tienda de souvenirs aumenta la sensación de que, en parte, algo es simulado, que hemos asistido a una buena actuación de los soldados, con sus gafas Ray-Ban y su medido cambio de guardia, con el soldado norcoreano asomándose tras los prismáticos, esperando a que alguien le señale. El sargento Williams nos comenta que esas horas en las que los turistas se ausentan y se quedan solos ambos bandos frente a frente a una distancia inferior a 20 metros, no sucede nada. Todos guardan la misma compostura, la cara de enfado, observándose rencorosos. El sargento asegura que hablar con los norcoreanos es un grave delito ya que se exponen a su propaganda. Williams siente pena por ellos, porque no pueden expresarse libremente, aunque recuerda que en los días de verano se les ve esbozar una sonrisa mientras miran ansiosos con sus prismáticos a las turistas occidentales y sus grandes senos. ¡Todos somos humanos!, dice.