Saturday, December 23, 2006

LA PREGUNTA QUE TODOS NOS HACEMOS

“¿Qué pasa con los colombianos, que viven en ese país ilimitadamente verde, inmensamente rico en minerales y vegetales, en medio de algunos de los paisajes más hermosos del planeta, y lo único que hacen es pelearse entre ellos, empobreciendo a su simpática gente, obligándola a emigrar por millones a otras tierras, abandonándolo todo?”, es una pregunta que invariablemente se hacen muchos de los extranjeros que se interesan por nuestro país, y que condiciona en gran medida la manera cómo somos percibidos desde fuera. En general, Colombia es vista como una tierra de conflicto, y visitar esta tierra se ve como un acto de suprema osadía que entraña peligros indefinidos para el visitante. Por lo anterior aquí no vienen muchos viajeros.

Debemos decir que la manera como es vista Colombia, reflejada en los medios de comunicación extranjeros, no acierta del todo, ni tampoco se equivoca del todo. En todo caso, le faltan elementos. Si bien es cierto que las estructuras de la sociedad colombiana se fundan históricamente sobre bases que han mantenido la primacía de unos pocos sobre muchos, también es cierto que en medio del boceto anterior Colombia posee una increíble variedad de personalidades que evidencian constantemente su vigor humano.

Estas facetas se reflejan en la existencia de sectores de gran dinamismo y modernidad, que pueden compararse con los de otros países más estables económica y socialmente. Estos viven y crean en medio de una sociedad convulsionada por conflictos armados de muchas caras, en medio de la corrupción que azota al país, de grandes inequidades, y de una dramática impunidad que hace inoperante uno de los conjuntos de leyes más completos de América Latina.

Dice el magistrado Álvaro Pérez, de la Corte Suprema de Justicia, en entrevista reciente a un diario colombiano: “(…) Le doy un ejemplo: si hoy un marciano llegara a Colombia y leyera nuestra Constitución y nuestras leyes, pensaría que ha llegado a un paraíso, porque legislativamente Colombia, formalmente hablando, es un país de los más ricos y poderosos del mundo. Cuando el visitante descendiera y viviera pocos días la realidad, seguramente se devolvería de inmediato (…)”.

En una observación más detenida, la imagen de Colombia se transforma, de la de un país homogéneo económica y socialmente, en una en donde surgen varios países, con sus propios entornos sociales, históricos, económicos, e incluso raciales. En realidad Colombia es (son) muchos países. Esta característica, que la mayoría de las élites nacionales no percibe sino parcialmente salvo a través de una óptica cuasi-paternalista y anecdótica, produce un escenario abonado para que los actos de poder de esas élites, y hasta sus buenas intenciones, se ahoguen en un mar de desorientación, inefectividad y corrupción.

A lo largo de la época colonial española, y durante sus casi doscientos años de vida republicana, el país ha sido gobernado desde el altiplano andino, en donde se asienta Bogotá, a 2.600 metros de altura, y a centenares de kilómetros de la costa marítima más cercana. Durante la colonia, fue regido por funcionarios enviados desde la lejana España, y desde los inicios del S. XIX ha sido gobernado por unas élites criollas herederas de los usos coloniales de la sociedad. Muchos de esos usos han llegado hasta el país actual, aunque en algunos casos hayan adquirido ropajes de una cierta modernidad.

No hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar qué clase de mentalidad se formaba en esta fría capital llamada Santa Fe de Bogotá, situada en un aislado y lejano altiplano, rodeada de inmensas montañas, lejos del mar y de sus puertos, y por lo mismo lejos de una visión imaginada en donde el mundo sería más amplio que sus primitivas calles empedradas y polvorientas, y más extenso que sus apacibles haciendas cercanas.

En esta capital, el clero y las reducidas clases de propietarios y gobernantes rumiaban, en su soledad provinciana, teorías europeas de la sociedad y del poder, que proyectaban sobre vastas regiones de la antigua Nueva Granada, ahora la Gran Colombia, república que en alguna etapa de su primer siglo de vida llegó a tener tres veces la extensión de España, y que en pocas décadas perdió casi una tercera parte de su territorio original, justamente por la inacción y la indiferencia de los dirigentes criollos que vivían aislados en ese presuntuoso altiplano, sin comprender la grandeza ni la complejidad del territorio que habían heredado de la dominación española.

Las vastas regiones que rodeaban la capital de ese nuevo país que finalmente se llamó Colombia crearon una especie de barrera infranqueable que dificultó el acceso y la salida al mundo exterior, no sólo de las gentes sino también de las ideas. En Bogotá, centro del poder, de la política y del pensamiento nacional se formó todo un mundo de endogamias políticas e incluso familiares. Y de este mundo surgió la inmensa mayoría de los procesos y las dinámicas que forman hoy en DÍA lo que llamamos nuestra nacionalidad.

Incluso ahora, a pesar del progreso en las comunicaciones aéreas y terrestres, no es fácil ir de un lugar a otro del país, y mucho menos viajar al extranjero. Algún estudioso de la formación nacional ha dicho que la historia de nuestro país hubiera sido otra si su capital hubiera estado en alguna de las ciudades a orillas del Caribe, y no en ese nuboso y frío altiplano mediterráneo en donde se fundó Bogotá. Al borde del mar –decía– el espíritu está más abierto al mundo exterior, son más amplios los horizontes, mientras que en las mesetas frías del interior el pensamiento se encierra en sí mismo, al mismo tiempo que las nubes y el frió permanente obligan a los cuerpos y a las mentes a recogerse en la protección de sus casas, a encerrarse dentro de cuatro paredes.

Quizás en estas características antinómicas resida una de las razones de la conflictiva vida actual colombiana, la tragedia de la violencia, de la segregación entre sectores de la sociedad, de la creciente brecha entre los que poseen y los que no poseen, que están cada vez más lejos de alcanzar los elementos para lograr una vida medianamente digna y feliz. Como anotábamos antes, nuestras clases dirigentes ven a la sociedad como si fuera un solo cuerpo, ignorando estas fracturas, estos abismos existentes entre las diversas regiones de la identidad colombiana.

Ya nos encontraremos con estas mismas condiciones de insularidad cuando hablemos de la vida del periodismo en Colombia. En las condiciones que hemos descrito arriba se hallan elementos para acercarse a una interpretación de lo que sucede con el periodismo colombiano.

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Texto presentado por Bernardo Gutiérrez, miembro de MPP, en las jornadas de periodismo llevadas a cabo en Barcelona este año, con motivo de la entrega del premio a la Libertad de Expresión otorgado a MEDIOS PARA LA PAZ (COLOMBIA)


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