El camino es una línea que une a todos los habitantes de estas tierras y se le respeta . Nuestro conductor, un hombre corpulento, piel cobriza y de nuestra misma edad lo sabe. Cada vez que pasa por uno de esos montículos de piedras que mezclan tradiciones animistas y budistas, da tres bocinazos representando las tres vueltas al hito que se suelen dar para ganarse el favor de los dioses en el viaje. Estos altares de piedra recuerdan que si la naturaleza quiere todo se acaba, por eso los mongoles detienen la marcha, aportan al montón una nueva piedra en recuerdo y atan un pañuelo azul, símbolo de lo más divino y misterioso que alcanza la vista: el cielo de la estepa.
Nuestra furgoneta todo terreno atraviesa como un relámpago la llanura solitaria, dejando una nube de polvo por donde no ha pasado nadie en horas, días. Los niños aparecen a la orilla gritando, corriendo o cabalgando. Nos ofrecen airaig [ereg], leche fermentada en sus cabañas. El conductor frena la marcha, los mira, les vocea bromas y se ríe. Los chavales, vestidos con el traje tradicional le siguen el juego y al ver que no van a vender más airaig nos piden botellas vacías para preparar una nueva tanda de esta bebida nacional de sabor agrio.
Mientras conducimos atravesamos ríos, montañas, desiertos. Tanteando caminos que se entrecruzan dibujando en la pradera un manojo de nervios de arena, cruzamos rebaños de cabras, camellos, campos de lilas y pueblos fantasmas. Incluso, en nuestro paso raudo por entre las escasas colinas, sorprendemos a un pastor en el plácido momento de cagar. El hombre nos mira atónito, se gira y sigue despreocupado su tarea: él es el dueño de lo que le rodea, en kilómetros a la redonda no había nadie más hasta que pasamos nosotros con el ruido del motor y nuestro disco de hip-hop resonando en la llanura.
Nuestra furgoneta todo terreno atraviesa como un relámpago la llanura solitaria, dejando una nube de polvo por donde no ha pasado nadie en horas, días. Los niños aparecen a la orilla gritando, corriendo o cabalgando. Nos ofrecen airaig [ereg], leche fermentada en sus cabañas. El conductor frena la marcha, los mira, les vocea bromas y se ríe. Los chavales, vestidos con el traje tradicional le siguen el juego y al ver que no van a vender más airaig nos piden botellas vacías para preparar una nueva tanda de esta bebida nacional de sabor agrio.
Mientras conducimos atravesamos ríos, montañas, desiertos. Tanteando caminos que se entrecruzan dibujando en la pradera un manojo de nervios de arena, cruzamos rebaños de cabras, camellos, campos de lilas y pueblos fantasmas. Incluso, en nuestro paso raudo por entre las escasas colinas, sorprendemos a un pastor en el plácido momento de cagar. El hombre nos mira atónito, se gira y sigue despreocupado su tarea: él es el dueño de lo que le rodea, en kilómetros a la redonda no había nadie más hasta que pasamos nosotros con el ruido del motor y nuestro disco de hip-hop resonando en la llanura.
Una vez aquí se olvida el tiempo. Despertamos cuando se levanta el sol y dormimos cuando se pone, justo cuando la única bombilla de nuestra yurta (o ger) empieza a tintinear agotando las últimas chispas de la batería que alimenta una pequeña placa solar. Es entonces, cuando el mundo se para, los niños duermen, los animales se aprietan en el improvisado corral y los pocos lobos comienzan a buscar presas bajo un techo de estrellas.
A la mañana siguiente, el rocío trae los olores de la hierba y la letrina a 100 metros del ger es aún un cuartillo respetado por las moscas. La familia que nos acoge nos invita a desayunar y la intrépida Seggie nos explica el ritual. Primero nos ofrecen leche fresca, luego un trago de airaig nos despierta y para añadir sabor le hunden trozos de queso fermentado y seco. Tras este festín de leche con leche, nos ofrecen unos trozo de pan ázimo con algo de carne de cabra. El interior de la cabaña es una colección colorista de recuerdos, fotos, alfombras de fantasía, imágenes de Buda, el Dalai Lama y los antepasados. El cabeza de familia nos brinda entonces -en señal del mayor de los respetos- un pequeño tarro que contiene picadura de tabaco, nos invita esnifarlo, nos mira a los ojos, recibe el tarrito y hace una reverencia.
A la mañana siguiente, el rocío trae los olores de la hierba y la letrina a 100 metros del ger es aún un cuartillo respetado por las moscas. La familia que nos acoge nos invita a desayunar y la intrépida Seggie nos explica el ritual. Primero nos ofrecen leche fresca, luego un trago de airaig nos despierta y para añadir sabor le hunden trozos de queso fermentado y seco. Tras este festín de leche con leche, nos ofrecen unos trozo de pan ázimo con algo de carne de cabra. El interior de la cabaña es una colección colorista de recuerdos, fotos, alfombras de fantasía, imágenes de Buda, el Dalai Lama y los antepasados. El cabeza de familia nos brinda entonces -en señal del mayor de los respetos- un pequeño tarro que contiene picadura de tabaco, nos invita esnifarlo, nos mira a los ojos, recibe el tarrito y hace una reverencia.
Describir Mongolia con palabras no sirve para nada, por lo que este texto es papel mojado. El atardecer frente al lago, el descenso hasta el cráter de un volcán o asistir a una clase de monjes en el sangrado monasterio de Kharakhorum no pueden ser recreados con palabras. Setecientos kilómetros de viaje a través de la estepa salpicada de cabañas, la desolación de Ulambator y las borracheras con vodka en pleno desierto no pueden ser adjetivadas y tan sólo los que estuvimos allí y la intrépida Seggie podremos evocarlo.
De vuelta a Seúl, la ciudad oprime. Los horarios, las luces y el tráfico, te devuelven a la realidad cotidiana. Entonces, cogiendo el autobús hacia la oficina te preguntas, como pudimos atravesar media China, hacer noche en el camino, acabar en un pueblo fronterizo de contrabandistas y oportunistas y cruzar la frontera montados en un jeep ruso. De hecho, eso también nos lo preguntábamos una vez en el lado mongol de la aduana, en el preciso momento que nos dábamos cuenta que estábamos en pleno desierto del Gobi sin más certeza que saber que en alguna parte había un tren soviético que nos dejaría en la capital. Cuando llegué a la oficina tenía una resaca espantosa. La vuelta a Pekín desde Ulambator nos había dejado la última anécdota del viaje. La de aquel restaurante vacío en el cenaban unos amigos chinos, los mismo que nos pidieron que nos uniésemos a ellos y que en una hora nos habían emborrachado y empaquetado en un taxi rumbo al aeropuerto. Cuando recobre el conocimiento estaba de nuevo en el monstruoso Seúl con el sabor de boca de un viaje único y sin adjetivos en la maleta.
From EL ALEPH DESARMADO |
De vuelta a Seúl, la ciudad oprime. Los horarios, las luces y el tráfico, te devuelven a la realidad cotidiana. Entonces, cogiendo el autobús hacia la oficina te preguntas, como pudimos atravesar media China, hacer noche en el camino, acabar en un pueblo fronterizo de contrabandistas y oportunistas y cruzar la frontera montados en un jeep ruso. De hecho, eso también nos lo preguntábamos una vez en el lado mongol de la aduana, en el preciso momento que nos dábamos cuenta que estábamos en pleno desierto del Gobi sin más certeza que saber que en alguna parte había un tren soviético que nos dejaría en la capital. Cuando llegué a la oficina tenía una resaca espantosa. La vuelta a Pekín desde Ulambator nos había dejado la última anécdota del viaje. La de aquel restaurante vacío en el cenaban unos amigos chinos, los mismo que nos pidieron que nos uniésemos a ellos y que en una hora nos habían emborrachado y empaquetado en un taxi rumbo al aeropuerto. Cuando recobre el conocimiento estaba de nuevo en el monstruoso Seúl con el sabor de boca de un viaje único y sin adjetivos en la maleta.
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1 comment:
E
N
V
I
D
I
A
Y empiezo a pensar que ya no es sana ;-)
que pasada de viaje
bsss
luchi
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